Sueño (123) publicado en Un laboratorio indecente el 24/05/2012
(123) Terapia de grupo numerosa y mi padre pintando
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(123) Terapia de grupo numerosa y mi padre pintando
Estamos una veintena de personas, tanto hombres como mujeres, sentados en una terapia de grupo psicológica en una sala alargada y estrecha, más similar a un largo pasillo, con lo que media mucha distancia entre los extremos, mientras las personas que están unas enfrente de otras casi se están tocando las rodillas. Un poco antes hemos estado la mayoría de nosotros reunidos aparte y hablando calurosamente de cosas ajenas a la terapia, lo que nos ha hecho llegar tarde y perjudicar al resto acortando el tiempo que tenemos dedicado a la reunión colectiva, con la consecuencia de toparnos con la embarazosa molestia y el hostil silencio de los que no estuvieron presentes en nuestra discusión y la reprimenda profesional de la psicóloga, breve y concisa. Tras lo cual retoma inmediatamente nuestra psicóloga (¿quizá se trate de Estrella?) el desarrollo normal del tratamiento para aprovechar el poco tiempo que nos queda. Le preguntará a una de las chicas sobre la indignación que siente hacia el grupo que hemos truncado la sesión. Esta rápida toma de las riendas por parte de nuestro médico me ha sorprendido muy positivamente.
Cuando se nos agota el tiempo y quedan las últimas palabras concluyentes de resumen y recopilación con que suele concluir la sesión nuestra asesora psicológica, uno de los nuestros situado en uno de los extremos, uno con perilla y algo redondo, interrumpe bruscamente en plan charlatán de feria, abortándonos a todos el esperado final con las sabias apreciaciones de la especialista. Como si se tratase del director o presentador de un programa de televisión el tipo mueve mucho las manos gritando y levantándose indicando a los cuatro vientos (realmente se comporta como si hubiese una cámara oculta) que la sesión ha terminado, que muchas gracias a todos y que ya nos podemos ir, que se acabó, que nos vayamos ya, de inmediato, etcétera. Su desconsiderada actitud y su tono inflexible e irrespetuoso me hacen saltar como un resorte y pronunciarle una severa reprimenda delante de todos los presentes. Con voz seca, cortante y contundente, levantado y airado, le increpo con fiereza en una suerte de discurso en que resalto mi absoluta intolerancia contra la falta de respeto y que se me trate (a mí y a los presentes) como si fuera ganado, escoria, gente mediocre o estúpida, como si fuéramos piltrafas o trozos insensibles de carne con los que no es necesaria la molestia de la más mínima consideración... No, no y no. Mi profuso alegato, muy inspirado, por cierto, en el que todos callan y escuchan en vilo, causa una gran sensación. Digo mi punto final y acto seguido se produce un ruidoso y enfático aplauso general.
Algo después soñaré otra situación que, al menos en apariencia, no tiene absolutamente ninguna relación con lo descrito anteriormente. Creo que son dos sueños aparte. En este segundo episodio me hallo con mi madre en su amplio estudio de pintura o quizá sea más bien una escuela de pintura con diversas dependencias. Cuadros por todas partes (no necesariamente todos de mi madre), caballetes, múltiples iluminaciones, etc. En seguida aparece Antonio, el novio pintor de mi madre, en escena. Y en breve surge mi padre. Me imagino que quizá por celos mi padre acabe liando un buen conflicto o discusión e intento estar atento para atemperar la tormenta. Pero no. Mi padre y Antonio hablan civilizadamente, respetándose, sin evidentes tensiones, aunque eso sí, cada uno en su sitio.
Al rato estamos mi padre y yo en un aparte, hablando entre nosotros, al margen de los demás (si es que hay alguien más). Él está pintando un cuadro de proporciones medianas. Un lienzo lleno de texturas abstractas que reposa sobre su caballete. Más que pintar por afición (descubro que ya ha pintado varias telas), pinta para descubrir qué se siente pintando y de esa manera alcanzar a entender a mi madre o incluso a Antonio. Mas por más que "mancha" cuadros no llega a verle nada misterioso, interesante o especial. Esto le desespera un poco y a su manera está consultándome su desconcierto. Yo le alabo lo que está pintando. Él cree que lo digo por consolarle y lo cierto es que así es la primera vez, pero cuanto más voy mirando el cuadro, más convencido estoy de que se trata un gran cuadro, una obra muy sorprendente y expresiva, una abstracción con mucha fuerza, con predominación de un intenso amarillo (que cubre la textura rugosa del fondo) sobre el que se espolvorean otros colores vivos -sobre todo rojos- en una excelente composición cromática y estructural. Así mis alabanzas y entusiasmo con la pintura van aumentando cada vez más y así se lo manifiesto, sin embargo él está más convencido cada vez de que le tomo el pelo. Está claro que no tiene ni idea de lo que está pintando. No puede discernir lo que tiene calidad de lo que no. Y sigue sin encontrarle el gusanillo o el valor a esto de manejarse con pinceles...
De pronto pienso alarmado si mi padre no estará pintando premeditadamente y como secreta venganza sobre cuadros ya concluidos de mi madre o Antonio. Y le comunico mis sospechas. Me demuestra que sí está pintando sobre cuadros pintados previamente (así aprovecha las texturas de fondo), pero son manchas y no obras terminadas sobre las que se puede pintar encima sin problemas. Observo algunas de esas telas, en concreto una con una mancha como de cielo azul, y es verdad, le han dejado lienzos que se pueden usar perfectamente.
En la última secuencia mi padre y yo nos hemos trasladado al pasillo de entrada y a una sala contigua a dicho pasillo. Él intenta persuadirme de una vez por todas, por todos los medios y con una pasión desaforada, para que deje de fumar. Yo le digo tímidamente (hasta yo me doy cuenta de que es una débil excusa) que es difícil dejar el tabaco mientras tenga tanto lío de trabajo. Él insiste casi chillando, dándome poderosos argumentos y recalcándome la importancia de apoyarme en alguien (servirme de alguien) para superar los trances complicados de la vida. Esto último me parece un gran y sabio consejo. Su voz e ímpetu son tan agresivos que una señora sentada frente a la pared en la habitación donde nos hallamos sale de su contemplativo mutismo y gira con brusquedad la cabeza, dejando de darnos la espalda, y mirando a mi viejo con espanto y reproche.
Cuando se nos agota el tiempo y quedan las últimas palabras concluyentes de resumen y recopilación con que suele concluir la sesión nuestra asesora psicológica, uno de los nuestros situado en uno de los extremos, uno con perilla y algo redondo, interrumpe bruscamente en plan charlatán de feria, abortándonos a todos el esperado final con las sabias apreciaciones de la especialista. Como si se tratase del director o presentador de un programa de televisión el tipo mueve mucho las manos gritando y levantándose indicando a los cuatro vientos (realmente se comporta como si hubiese una cámara oculta) que la sesión ha terminado, que muchas gracias a todos y que ya nos podemos ir, que se acabó, que nos vayamos ya, de inmediato, etcétera. Su desconsiderada actitud y su tono inflexible e irrespetuoso me hacen saltar como un resorte y pronunciarle una severa reprimenda delante de todos los presentes. Con voz seca, cortante y contundente, levantado y airado, le increpo con fiereza en una suerte de discurso en que resalto mi absoluta intolerancia contra la falta de respeto y que se me trate (a mí y a los presentes) como si fuera ganado, escoria, gente mediocre o estúpida, como si fuéramos piltrafas o trozos insensibles de carne con los que no es necesaria la molestia de la más mínima consideración... No, no y no. Mi profuso alegato, muy inspirado, por cierto, en el que todos callan y escuchan en vilo, causa una gran sensación. Digo mi punto final y acto seguido se produce un ruidoso y enfático aplauso general.
Algo después soñaré otra situación que, al menos en apariencia, no tiene absolutamente ninguna relación con lo descrito anteriormente. Creo que son dos sueños aparte. En este segundo episodio me hallo con mi madre en su amplio estudio de pintura o quizá sea más bien una escuela de pintura con diversas dependencias. Cuadros por todas partes (no necesariamente todos de mi madre), caballetes, múltiples iluminaciones, etc. En seguida aparece Antonio, el novio pintor de mi madre, en escena. Y en breve surge mi padre. Me imagino que quizá por celos mi padre acabe liando un buen conflicto o discusión e intento estar atento para atemperar la tormenta. Pero no. Mi padre y Antonio hablan civilizadamente, respetándose, sin evidentes tensiones, aunque eso sí, cada uno en su sitio.
Al rato estamos mi padre y yo en un aparte, hablando entre nosotros, al margen de los demás (si es que hay alguien más). Él está pintando un cuadro de proporciones medianas. Un lienzo lleno de texturas abstractas que reposa sobre su caballete. Más que pintar por afición (descubro que ya ha pintado varias telas), pinta para descubrir qué se siente pintando y de esa manera alcanzar a entender a mi madre o incluso a Antonio. Mas por más que "mancha" cuadros no llega a verle nada misterioso, interesante o especial. Esto le desespera un poco y a su manera está consultándome su desconcierto. Yo le alabo lo que está pintando. Él cree que lo digo por consolarle y lo cierto es que así es la primera vez, pero cuanto más voy mirando el cuadro, más convencido estoy de que se trata un gran cuadro, una obra muy sorprendente y expresiva, una abstracción con mucha fuerza, con predominación de un intenso amarillo (que cubre la textura rugosa del fondo) sobre el que se espolvorean otros colores vivos -sobre todo rojos- en una excelente composición cromática y estructural. Así mis alabanzas y entusiasmo con la pintura van aumentando cada vez más y así se lo manifiesto, sin embargo él está más convencido cada vez de que le tomo el pelo. Está claro que no tiene ni idea de lo que está pintando. No puede discernir lo que tiene calidad de lo que no. Y sigue sin encontrarle el gusanillo o el valor a esto de manejarse con pinceles...
De pronto pienso alarmado si mi padre no estará pintando premeditadamente y como secreta venganza sobre cuadros ya concluidos de mi madre o Antonio. Y le comunico mis sospechas. Me demuestra que sí está pintando sobre cuadros pintados previamente (así aprovecha las texturas de fondo), pero son manchas y no obras terminadas sobre las que se puede pintar encima sin problemas. Observo algunas de esas telas, en concreto una con una mancha como de cielo azul, y es verdad, le han dejado lienzos que se pueden usar perfectamente.
En la última secuencia mi padre y yo nos hemos trasladado al pasillo de entrada y a una sala contigua a dicho pasillo. Él intenta persuadirme de una vez por todas, por todos los medios y con una pasión desaforada, para que deje de fumar. Yo le digo tímidamente (hasta yo me doy cuenta de que es una débil excusa) que es difícil dejar el tabaco mientras tenga tanto lío de trabajo. Él insiste casi chillando, dándome poderosos argumentos y recalcándome la importancia de apoyarme en alguien (servirme de alguien) para superar los trances complicados de la vida. Esto último me parece un gran y sabio consejo. Su voz e ímpetu son tan agresivos que una señora sentada frente a la pared en la habitación donde nos hallamos sale de su contemplativo mutismo y gira con brusquedad la cabeza, dejando de darnos la espalda, y mirando a mi viejo con espanto y reproche.
Narración perteneciente al libro de relatos "Sueños" (Tomo I) del escritor José Martín Molina. Ahora disponible tanto en formato libro como en formato eBook.
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