Sueño (230) perteneciente a la saga Sueños (Tomo II) de José Martín Molina
(230) Encuentros y desencuentros con Javier Maroto
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(230) Encuentros y desencuentros con Javier Maroto
Me he desplazado hasta el antiguo piso de Alcorcón de los Hábitats donde estoy con mi hermana. Ahora se trata de regresar a Madrid. Recuerdo que los autobuses (las clásicas "blasas") salían cada media hora, a las horas en punto y a y media. Miro el reloj y compruebo que ya no alcanzo a tiempo la siguiente salida. Aparezco en la parada de cabecera de las caminonetas, en la rotonda que da al Asador Los Castillos. Un par de conductores me informarán que hace mucho -son años los que llevo sin pasar por aquí- que los buses no se dirigen al centro de Madrid, sólo hay varias líneas que conectan las localidades del extrarradio. Pienso en la alternativa de coger un taxi, pero sospecho que saldría carísimo...
Hay un salto narrativo en el que ignoro qué es lo que ocurre. En la siguiente secuencia me traslado en un taxi hacia la casa de mi madre. Acaba de anochecer. El conductor es un tipo gordo y muy corpulento que se muestra muy amigable conmigo. Charlamos y charlamos. Me cuenta, entre otras cosas, que él no bebe alcohol y mucho menos trabajando. Por unos momentos le veo frente a mí en un espacio indeterminado y observo que tiene los ojos bien vidriosos. Deduzco que fuma porros con asiduidad, tal y como me indica él de soslayo. El clima amistoso y de camaradería va creciendo entre nosotros. Y así, arropados con gratas pláticas, arribamos a la glorieta próxima a la vivienda de mi madre. Me apeo y busco entre los portales. Tras dar varias vueltas descubro que, al igual que me ha sucedido en otras ocasiones, he equivocado la dirección del hogar materno. Regreso al mismo taxi -que permanecía a la espera- y retomamos el trayecto.
Nos internamos por una calle larga y estrecha con carriles en ambos sentidos, adentrándonos en el barrio chungo (con el que ya he soñado otras veces, ornado con multitud de casas depauperadas y de poca altura, organizadas de manera caótica y con gran embrollo de callejuelas laberínticas), lleno de delincuentes y gentes de mal vivir, adyacente al entorno en que vive mi madre. El tráfico discurre con lentitud, hay pequeños embotellamientos cada dos por tres. Hasta que llegamos a un tope, al final del recorrido, que nos hace detenernos en una especie de callejón sin salida, franqueado por dos oquedades que dan a dos anchos tramos de escaleras de piedra. Ahí varados, de pie y fuera del vehículo, se nos va un buen rato charla que te charla. Hasta que me percato de lo tarde que es, ¿cómo no me ha avisado este hombre de que la vía estaba bloqueada y de que no estábamos avanzando? La carrera termina, por lo tanto. Le pregunto que cuánto es. Me responde que él me indica la cantidad mínima a pagar y a partir de ahí yo sumo lo que considere oportuno. Dada la amistad que se ha fraguado entre nosotros pienso mostrarme generoso. Pero me quedo helado cuando especifica que el mínimo son 50 euros. Me resulta completamente exagerado. El taxímetro está apagado, no nos sirve de referencia. Yo no traigo tanto dinero encima... Protesto, pues parte del elevado precio es culpa suya al entretenerse o al no avisarme de que no podíamos seguir más adelante hasta transcurrido un considerable lapso de tiempo. Para no generar bronca, ya que su envergadura física me impone bastante, decido disimular y derivar hacia otros temas de conversación, mientras pienso en la manera de escabullirme o de conseguir un acuerdo económico más ventajoso para mí. Caminamos por los alrededores a la vez que continuamos departiendo. Aventuro que quizá pueda darle esquinazo en cuanto se distraiga y desaparecer a la velocidad del rayo por alguna de estas intrincadas callejas. Se presenta alguna oportunidad que otra para realizar mi plan de acelerada fuga, mas el temor siempre me paraliza. A todo esto, gradualmente, el taxista se ha ido convirtiendo claramente en el espigado Javier Maroto, personaje de la serie "Aquí no hay quien viva".
Durante nuestro deambular se han incorporado puntualmente algunos de sus estrafalarios amigos. Cuando le veo más relajado, acabo por hablarle a las claras. Le explico que sólo cuento con 25 euros. Debe de estar algo fumado y despreocupado, porque acepta sin problemas, de momento, lo que le ofrezco (que es la suma que a mí me parece adecuada). Al apoquinarle hay un intercambio de monedero a monedero, con confusión de billetes, que aprovecho para deslizarle sólo un billete de diez y otro de cinco euros. Es el momento de hacer mutis y tendrá que ser sin que él lo note, evitando que conozca el paradero de la casa de mi madre y así impedir futuras represalias cuando esté menos colocado y se cosque de mi engaño. Proseguimos paseando entre desdibujados maleantes y siniestros tipejos escorados, entretanto busco la coyuntura ideal para evadirme. Que llegará por sí sola. A mi acompañante le entra mucho sueño y se tumba en el banco de piedra de una placita. Poco después se coloca a su lado un individuo con la polla sacada, que completamente excitado se frota contra el rendido conductor. Él, medio sonámbulo, al sentir cosquillas, se gira y se encuentra a dos palmos de su frente con el pollón empalmado del salido. Me temo que se líe una gordísima, pero ante mi asombro, el taxista sonríe pacífico y sin más, se mete el rabo ajeno en la boca y comienza a chupársela al espontáneo como si tal cosa. Instantes de distracción que empleo para esfumarme, al fin.
Ahora me encamino por el pasaje transversal hacia la morada de mi madre. Atravieso números y letras gigantes que ocupan todo mi campo visual, como si marchase a través de las enormísimas páginas de una colosal guía telefónica. Los dígitos y caracteres se suceden a tanta velocidad, que me he pasado del punto de destino. Finalmente comparezco en el piso de mi madre. Contra todo pronóstico no parece hacerle mucha gracia mi visita sorpresa. Da la sensación de que tenía otros planes para esta noche. Puede que cenemos algo.
Al poco nos sentamos ambos, de día, ante la mesa de la terracita de un bar. Tras parlotear acerca de lo uno y lo otro, me revelará que esas pequeñas chapitas de plástico semitransparente que están incrustadas en cada una de las siete u ocho mesas de este chiringuito, son cámaras y micrófonos que registran todo con un cometido más o menos policial. Esto me deja aterrorizado y profundamente escandalizado. ¡O sea que estamos siendo continuamente vigilados! Saben todo lo que hacemos, todo lo que decimos... ¡Es terrible!
Por último me hallaré en la sala de espera de una consulta, junto a una docena de personas, algunos de pie y otros sentados. Todos aguardamos nuestro turno, mirando de cuando en cuando hacia la puerta cerrada. Uno de los asistentes hará un perspicaz comentario que ha oído previamente: "¿Por qué cuando estamos de pie en una sala de espera, en lugar de estarnos quietos, vamos de un lado para otro como si estuviéramos buscando una sardina que se nos ha perdido?". Y todos sonreímos ante la evidencia cómica de esta verdad.
Hay un salto narrativo en el que ignoro qué es lo que ocurre. En la siguiente secuencia me traslado en un taxi hacia la casa de mi madre. Acaba de anochecer. El conductor es un tipo gordo y muy corpulento que se muestra muy amigable conmigo. Charlamos y charlamos. Me cuenta, entre otras cosas, que él no bebe alcohol y mucho menos trabajando. Por unos momentos le veo frente a mí en un espacio indeterminado y observo que tiene los ojos bien vidriosos. Deduzco que fuma porros con asiduidad, tal y como me indica él de soslayo. El clima amistoso y de camaradería va creciendo entre nosotros. Y así, arropados con gratas pláticas, arribamos a la glorieta próxima a la vivienda de mi madre. Me apeo y busco entre los portales. Tras dar varias vueltas descubro que, al igual que me ha sucedido en otras ocasiones, he equivocado la dirección del hogar materno. Regreso al mismo taxi -que permanecía a la espera- y retomamos el trayecto.
Nos internamos por una calle larga y estrecha con carriles en ambos sentidos, adentrándonos en el barrio chungo (con el que ya he soñado otras veces, ornado con multitud de casas depauperadas y de poca altura, organizadas de manera caótica y con gran embrollo de callejuelas laberínticas), lleno de delincuentes y gentes de mal vivir, adyacente al entorno en que vive mi madre. El tráfico discurre con lentitud, hay pequeños embotellamientos cada dos por tres. Hasta que llegamos a un tope, al final del recorrido, que nos hace detenernos en una especie de callejón sin salida, franqueado por dos oquedades que dan a dos anchos tramos de escaleras de piedra. Ahí varados, de pie y fuera del vehículo, se nos va un buen rato charla que te charla. Hasta que me percato de lo tarde que es, ¿cómo no me ha avisado este hombre de que la vía estaba bloqueada y de que no estábamos avanzando? La carrera termina, por lo tanto. Le pregunto que cuánto es. Me responde que él me indica la cantidad mínima a pagar y a partir de ahí yo sumo lo que considere oportuno. Dada la amistad que se ha fraguado entre nosotros pienso mostrarme generoso. Pero me quedo helado cuando especifica que el mínimo son 50 euros. Me resulta completamente exagerado. El taxímetro está apagado, no nos sirve de referencia. Yo no traigo tanto dinero encima... Protesto, pues parte del elevado precio es culpa suya al entretenerse o al no avisarme de que no podíamos seguir más adelante hasta transcurrido un considerable lapso de tiempo. Para no generar bronca, ya que su envergadura física me impone bastante, decido disimular y derivar hacia otros temas de conversación, mientras pienso en la manera de escabullirme o de conseguir un acuerdo económico más ventajoso para mí. Caminamos por los alrededores a la vez que continuamos departiendo. Aventuro que quizá pueda darle esquinazo en cuanto se distraiga y desaparecer a la velocidad del rayo por alguna de estas intrincadas callejas. Se presenta alguna oportunidad que otra para realizar mi plan de acelerada fuga, mas el temor siempre me paraliza. A todo esto, gradualmente, el taxista se ha ido convirtiendo claramente en el espigado Javier Maroto, personaje de la serie "Aquí no hay quien viva".
Durante nuestro deambular se han incorporado puntualmente algunos de sus estrafalarios amigos. Cuando le veo más relajado, acabo por hablarle a las claras. Le explico que sólo cuento con 25 euros. Debe de estar algo fumado y despreocupado, porque acepta sin problemas, de momento, lo que le ofrezco (que es la suma que a mí me parece adecuada). Al apoquinarle hay un intercambio de monedero a monedero, con confusión de billetes, que aprovecho para deslizarle sólo un billete de diez y otro de cinco euros. Es el momento de hacer mutis y tendrá que ser sin que él lo note, evitando que conozca el paradero de la casa de mi madre y así impedir futuras represalias cuando esté menos colocado y se cosque de mi engaño. Proseguimos paseando entre desdibujados maleantes y siniestros tipejos escorados, entretanto busco la coyuntura ideal para evadirme. Que llegará por sí sola. A mi acompañante le entra mucho sueño y se tumba en el banco de piedra de una placita. Poco después se coloca a su lado un individuo con la polla sacada, que completamente excitado se frota contra el rendido conductor. Él, medio sonámbulo, al sentir cosquillas, se gira y se encuentra a dos palmos de su frente con el pollón empalmado del salido. Me temo que se líe una gordísima, pero ante mi asombro, el taxista sonríe pacífico y sin más, se mete el rabo ajeno en la boca y comienza a chupársela al espontáneo como si tal cosa. Instantes de distracción que empleo para esfumarme, al fin.
Ahora me encamino por el pasaje transversal hacia la morada de mi madre. Atravieso números y letras gigantes que ocupan todo mi campo visual, como si marchase a través de las enormísimas páginas de una colosal guía telefónica. Los dígitos y caracteres se suceden a tanta velocidad, que me he pasado del punto de destino. Finalmente comparezco en el piso de mi madre. Contra todo pronóstico no parece hacerle mucha gracia mi visita sorpresa. Da la sensación de que tenía otros planes para esta noche. Puede que cenemos algo.
Al poco nos sentamos ambos, de día, ante la mesa de la terracita de un bar. Tras parlotear acerca de lo uno y lo otro, me revelará que esas pequeñas chapitas de plástico semitransparente que están incrustadas en cada una de las siete u ocho mesas de este chiringuito, son cámaras y micrófonos que registran todo con un cometido más o menos policial. Esto me deja aterrorizado y profundamente escandalizado. ¡O sea que estamos siendo continuamente vigilados! Saben todo lo que hacemos, todo lo que decimos... ¡Es terrible!
Por último me hallaré en la sala de espera de una consulta, junto a una docena de personas, algunos de pie y otros sentados. Todos aguardamos nuestro turno, mirando de cuando en cuando hacia la puerta cerrada. Uno de los asistentes hará un perspicaz comentario que ha oído previamente: "¿Por qué cuando estamos de pie en una sala de espera, en lugar de estarnos quietos, vamos de un lado para otro como si estuviéramos buscando una sardina que se nos ha perdido?". Y todos sonreímos ante la evidencia cómica de esta verdad.
Narración perteneciente a la saga de relatos "Sueños" (Tomo II) del escritor José Martín Molina. Ahora disponible el primer tomo, tanto en formato libro como en formato eBook.
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