Sueño (239) perteneciente a la saga Sueños (Tomo II) de José Martín Molina
(239) La invasión de las putas
No sé cómo me ha dado por ahí, pero he solicitado por teléfono los servicios de una prostituta. Lo curioso es que llegan a casa no una, sino dos putas. Semidesnudas y con lencería muy ajustada, con -probablemente- alguna parte de látex. Una rubia, la otra morena. En el salón les muestro algún trozo de película porno y otras semajanzas, con el fin de que ellas sepan acercarse a mis gustos, que es para lo que se ofrecen. Al rato me comunican -la morena es la que lleva la voz cantante- que tienen que marcharse para prepararlo todo, ya al tanto de mis preferencias, y que regresan en breve. A mí me parece que tanta atención e interés por parte de ellas está fuera de lugar, ya que no entraba en mis planes tanta parafernalia y preparativo, ni siquiera que vinieran dos en vez de una. No dejo de preguntarme, arrepentido, por el dinero que costará esta broma. Las estilizadas fulanas se largan. Las despediré en el portal, dándoles pequeños empujones, y reiterándoles que no es necesario que retornen.
Sin embargo, vuelven casi enseguida. Desconozco por dónde han entrado, ya que yo no les he abierto la puerta. ¿Se habrán adentrado por esa ventana abierta donde el aire está moviendo los visillos? Cada vez estoy más escamado con esta singular situación, más aún cuando veo que las furcias no paran de recorrer todas las dependencias de la casa, toqueteándolo todo, como si buscasen objetos de valor para hurtarlos. Yo intento reunirlas en el salón, para tenerlas vigiladas, pero en vano. Constantemente, como quien no quiere la cosa, se me escabullen. Obvian por completo su supuesto cometido sexual mediante la estratagema de entretenerse con esto y aquello, lo que me hace sospechar más todavía de sus verdaderas intenciones. Para colmo han entrado en contacto con Mirta, la vecina de al lado, llamando a su puerta, hablando cercana y amablemente con ella. Me imagino que buscan chantajearme y amenazarme con contarle a Eva la secreta visita.
Cada vez más convencido de que estas rameras son unas impostoras (no hay manera de que se están quietecitas y en un solo lugar), y de que pertenecen a una poderosa trama ilegal de estafadores, las confino en un rincón del salón, para custodiarlas bien, y requiero a voces a mi padre, indicándole que llame por teléfono a la policía. Pero mi padre, anciano y lento, se niega, temeroso, a pegarle el toque a la poli. Así que tendré que hacerlo yo. Le insto a mi viejo para que observe muy de cerca a las zorras y que no se escapen, mientras yo llamo a la policía. Marco el 001. Me atienden muy deficientemente, con vaguedades, se oyen voces como de trastienda. Hasta que caen en la cuenta de que me he equivocado de número y que donde he de llamar es al 091. ¡Cierto, el 091! Cuelgo y hago la llamada al número correcto. Con el resultado de que no me hagan ni pajolero caso. Me toman por un loco e ignoran ampliamente mi petición de auxilio. ¡Lo que faltaba!
A todo esto mi padre se ha visto incapaz de retener a las falsas lumis, que campean a sus anchas por las habitaciones a la búsqueda de cosas que afanarse. De nuevo logro congregarlas en la sala principal. Ya me muestro violento. Les doy fuertes cachetadas en las manos para que no cojan nada. Y ellas me replican que si quiero, si es mi deseo, puedo pegarlas, darles una buena paliza. Y ganas me dan, pero seguro que luego me denuncian, pese a sus putescos ofrecimientos.
La cosa se complicará: de la nada, como una aparición, surge otra putita más. Asimismo ligerita de ropa, con un ínfimo camisón semitransparente. De pelo castaño claro y liso. Controlar a tres ya es casi misión imposible. Con mi padre no puedo contar, le veo bastante enfermo y débil, con la mirada vacilante y suplicante, paralizado y apoyado en el marco de una puerta, con una mano apoyada en el corazón, como si fuese a darle un infarto. En la vivienda, en el cuarto de estar, una anciana -miembro de la familia, quizá una abuela- reposa ante una mesa camilla, la pobre mujer está más allá que acá. Evidentemente tampoco sirve de ayuda. Por lo tanto estoy solo ante estas busconas ladronas, que no cesan ni un momento, removiéndolo todo. Cada dos por tres estoy frenándolas y comprobando si se han agenciado esto o lo otro, o si el dinero sigue en sus distintos escondites -en especial mis pequeños fajos de billetes diseminados por mi cuarto-.
Para enredar más las cosas hace su aparición una cuarta puta. Y luego otra. Y otra. En muy poco tiempo el hogar donde vivimos (distinto a las moradas que suelen manifestarse en mis sueños; se trata, más bien, de una mezcla abigarrada y demasiado burguesa de nuestra casa, la casa de mi madre, la de mi padre y tal vez, el antiguo piso de Alcorcón; de hecho, parece ser que vivimos todos juntos aquí) está plenamente invadido por coimas de todas las edades. Es más, también hay tíos y extraños personajes similares a mendigos que hurgan por todos los rincones, imparables.
Los acontecimientos se precipitan en una agobiante espiral en la que me hallo continuamente apartando a los numerosos intrusos y revisando si faltan objetos o no, tanto en los armarios y cajones en alto de mi madre, como entre los enseres de Eva, como en mi propia habitación... Con el riesgo manifiesto de desvelar a los invasores los escondrijos del dinero y las piezas de valor. Comenzaré una lucha a brazo partido para ir sacando por la puerta, uno a uno, agarrándolos con brusquedad, a los malditos indeseables. Con algunos ya no tengo miramientos y los arrojo desde lo alto de una balaustrada cercana a la entrada, hacia el fondo de un patio, donde se estrellarán contra el suelo, reventando en mogollón de pedazos, como si fuesen de cristal. Denodadamente consigo ir mermando rápidamente el grueso de estos miserables seres. Hasta que prácticamente me he deshecho de todos, respirando aliviado.
Empero... ¡Horror! De pronto se inicia una segunda oleada de estas siniestras apariciones. En cuestión de unos instantes nuevas fulanas y demás engendros llenan el apartamento con su asquerosa y opresiva presencia. Yo me desespero. Los seres emergentes son cada vez más terroríficos y deformes. Ahora un par de diablos gigantescos, con forma antropomórfica y horrenda pero que se arrastran como caracoles, me arrinconan entre dos puertas. Sus cabezas son tremendas y ocupan casi todo el hueco de la puerta. Sus caras están salpicadas de negras barbas muy en consonancia con el aspecto de los ogros. Los ojos son saltones e inusualmente enormes. Con su tormentosa voz me retarán a que les empuje. Si soy capaz de desplazarles unos cuantos metros, me concederán un deseo. No me queda otra que probar suerte. Estos demonios, que son los jefes de los asaltantes, son corpulentos en extremo. Pensar en moverlos tan sólo un centímetro es una locura. Pero se me ocurre una idea. Decido soplarles. Así, con un sencillo y leve soplido, el primer gigante es arrastrado hacia atrás con mucha fuerza. Y lo mismo sucede con el segundo. Sin saberlo he dado con la única manera viable de empujarles. Ellos, sorprendidos y alucinados en grado sumo, me felicitan por mi pericia y están dispuestos a cumplir su promesa. Les participo alto y claro mi deseo: que todas las putas, fantasmas, monstruitos, criaturas del averno o lo que quiera que sean, desaparezcan con carácter inmediato, restableciendo, además, todo lo que han birlado a sus respectivos lugares de origen. Mi demanda es rápidamente aceptada y llevada a la práctica. Como pompas de jabón van esfumándose los insidiosos espectros tras devolver a su sitio los artículos sustraídos.
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(239) La invasión de las putas
No sé cómo me ha dado por ahí, pero he solicitado por teléfono los servicios de una prostituta. Lo curioso es que llegan a casa no una, sino dos putas. Semidesnudas y con lencería muy ajustada, con -probablemente- alguna parte de látex. Una rubia, la otra morena. En el salón les muestro algún trozo de película porno y otras semajanzas, con el fin de que ellas sepan acercarse a mis gustos, que es para lo que se ofrecen. Al rato me comunican -la morena es la que lleva la voz cantante- que tienen que marcharse para prepararlo todo, ya al tanto de mis preferencias, y que regresan en breve. A mí me parece que tanta atención e interés por parte de ellas está fuera de lugar, ya que no entraba en mis planes tanta parafernalia y preparativo, ni siquiera que vinieran dos en vez de una. No dejo de preguntarme, arrepentido, por el dinero que costará esta broma. Las estilizadas fulanas se largan. Las despediré en el portal, dándoles pequeños empujones, y reiterándoles que no es necesario que retornen.
Sin embargo, vuelven casi enseguida. Desconozco por dónde han entrado, ya que yo no les he abierto la puerta. ¿Se habrán adentrado por esa ventana abierta donde el aire está moviendo los visillos? Cada vez estoy más escamado con esta singular situación, más aún cuando veo que las furcias no paran de recorrer todas las dependencias de la casa, toqueteándolo todo, como si buscasen objetos de valor para hurtarlos. Yo intento reunirlas en el salón, para tenerlas vigiladas, pero en vano. Constantemente, como quien no quiere la cosa, se me escabullen. Obvian por completo su supuesto cometido sexual mediante la estratagema de entretenerse con esto y aquello, lo que me hace sospechar más todavía de sus verdaderas intenciones. Para colmo han entrado en contacto con Mirta, la vecina de al lado, llamando a su puerta, hablando cercana y amablemente con ella. Me imagino que buscan chantajearme y amenazarme con contarle a Eva la secreta visita.
Cada vez más convencido de que estas rameras son unas impostoras (no hay manera de que se están quietecitas y en un solo lugar), y de que pertenecen a una poderosa trama ilegal de estafadores, las confino en un rincón del salón, para custodiarlas bien, y requiero a voces a mi padre, indicándole que llame por teléfono a la policía. Pero mi padre, anciano y lento, se niega, temeroso, a pegarle el toque a la poli. Así que tendré que hacerlo yo. Le insto a mi viejo para que observe muy de cerca a las zorras y que no se escapen, mientras yo llamo a la policía. Marco el 001. Me atienden muy deficientemente, con vaguedades, se oyen voces como de trastienda. Hasta que caen en la cuenta de que me he equivocado de número y que donde he de llamar es al 091. ¡Cierto, el 091! Cuelgo y hago la llamada al número correcto. Con el resultado de que no me hagan ni pajolero caso. Me toman por un loco e ignoran ampliamente mi petición de auxilio. ¡Lo que faltaba!
A todo esto mi padre se ha visto incapaz de retener a las falsas lumis, que campean a sus anchas por las habitaciones a la búsqueda de cosas que afanarse. De nuevo logro congregarlas en la sala principal. Ya me muestro violento. Les doy fuertes cachetadas en las manos para que no cojan nada. Y ellas me replican que si quiero, si es mi deseo, puedo pegarlas, darles una buena paliza. Y ganas me dan, pero seguro que luego me denuncian, pese a sus putescos ofrecimientos.
La cosa se complicará: de la nada, como una aparición, surge otra putita más. Asimismo ligerita de ropa, con un ínfimo camisón semitransparente. De pelo castaño claro y liso. Controlar a tres ya es casi misión imposible. Con mi padre no puedo contar, le veo bastante enfermo y débil, con la mirada vacilante y suplicante, paralizado y apoyado en el marco de una puerta, con una mano apoyada en el corazón, como si fuese a darle un infarto. En la vivienda, en el cuarto de estar, una anciana -miembro de la familia, quizá una abuela- reposa ante una mesa camilla, la pobre mujer está más allá que acá. Evidentemente tampoco sirve de ayuda. Por lo tanto estoy solo ante estas busconas ladronas, que no cesan ni un momento, removiéndolo todo. Cada dos por tres estoy frenándolas y comprobando si se han agenciado esto o lo otro, o si el dinero sigue en sus distintos escondites -en especial mis pequeños fajos de billetes diseminados por mi cuarto-.
Para enredar más las cosas hace su aparición una cuarta puta. Y luego otra. Y otra. En muy poco tiempo el hogar donde vivimos (distinto a las moradas que suelen manifestarse en mis sueños; se trata, más bien, de una mezcla abigarrada y demasiado burguesa de nuestra casa, la casa de mi madre, la de mi padre y tal vez, el antiguo piso de Alcorcón; de hecho, parece ser que vivimos todos juntos aquí) está plenamente invadido por coimas de todas las edades. Es más, también hay tíos y extraños personajes similares a mendigos que hurgan por todos los rincones, imparables.
Los acontecimientos se precipitan en una agobiante espiral en la que me hallo continuamente apartando a los numerosos intrusos y revisando si faltan objetos o no, tanto en los armarios y cajones en alto de mi madre, como entre los enseres de Eva, como en mi propia habitación... Con el riesgo manifiesto de desvelar a los invasores los escondrijos del dinero y las piezas de valor. Comenzaré una lucha a brazo partido para ir sacando por la puerta, uno a uno, agarrándolos con brusquedad, a los malditos indeseables. Con algunos ya no tengo miramientos y los arrojo desde lo alto de una balaustrada cercana a la entrada, hacia el fondo de un patio, donde se estrellarán contra el suelo, reventando en mogollón de pedazos, como si fuesen de cristal. Denodadamente consigo ir mermando rápidamente el grueso de estos miserables seres. Hasta que prácticamente me he deshecho de todos, respirando aliviado.
Empero... ¡Horror! De pronto se inicia una segunda oleada de estas siniestras apariciones. En cuestión de unos instantes nuevas fulanas y demás engendros llenan el apartamento con su asquerosa y opresiva presencia. Yo me desespero. Los seres emergentes son cada vez más terroríficos y deformes. Ahora un par de diablos gigantescos, con forma antropomórfica y horrenda pero que se arrastran como caracoles, me arrinconan entre dos puertas. Sus cabezas son tremendas y ocupan casi todo el hueco de la puerta. Sus caras están salpicadas de negras barbas muy en consonancia con el aspecto de los ogros. Los ojos son saltones e inusualmente enormes. Con su tormentosa voz me retarán a que les empuje. Si soy capaz de desplazarles unos cuantos metros, me concederán un deseo. No me queda otra que probar suerte. Estos demonios, que son los jefes de los asaltantes, son corpulentos en extremo. Pensar en moverlos tan sólo un centímetro es una locura. Pero se me ocurre una idea. Decido soplarles. Así, con un sencillo y leve soplido, el primer gigante es arrastrado hacia atrás con mucha fuerza. Y lo mismo sucede con el segundo. Sin saberlo he dado con la única manera viable de empujarles. Ellos, sorprendidos y alucinados en grado sumo, me felicitan por mi pericia y están dispuestos a cumplir su promesa. Les participo alto y claro mi deseo: que todas las putas, fantasmas, monstruitos, criaturas del averno o lo que quiera que sean, desaparezcan con carácter inmediato, restableciendo, además, todo lo que han birlado a sus respectivos lugares de origen. Mi demanda es rápidamente aceptada y llevada a la práctica. Como pompas de jabón van esfumándose los insidiosos espectros tras devolver a su sitio los artículos sustraídos.
Narración perteneciente a la saga de relatos "Sueños" (Tomo II) del escritor José Martín Molina. Ahora disponible el primer tomo, tanto en formato libro como en formato eBook.
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